Cuentan los abuelos que antes de que la violencia se tomara
a San Jacinto, el pueblo era un lugar tranquilo. Las calles sin pavimentar acogieron las pisadas de célebres personajes
de la vida pública. Los gaiteros de San Jacinto tocaban sus melodías en
cualquier parte, sin necesidad de contratos, ni con los equipos de sonido
ahogando sus notas entre un mar de flow o
picós, mientras “Toño” Fernández acomodaba en su cabeza las notas de sus
canciones.
Las mejores casas del pueblo eran las de Don “nosequiencito”
Y Doña “nosequiencita” … quienes lamentablemente sufrieron con el paso de los
años, los estragos de la violencia y se vieron obligados a abandonar lo que construyeron.
En otros casos, fueron víctimas de la inconciencia, dado que para algunos,
las malas acciones de sus hijos o nietos, los sumieron en lo largo y ancho de
sus apellidos y no de sus propiedades. Familias
humildes entonces comenzaron a aflorar; la necesidad y las ganas de progresar,
sacó en muchos de ellos el talante para devolverle con creces a sus padres lo
que les regalaron con dedicación y sacrificio durante tantos años.
En esa época, nuestros abuelos campesinos, hacendados, políticos,
cantineros, o comerciantes, caminaban por calles polvorientas y amarillas, como
se ve en las fotos, con camisillas de algodón holgadas y a rallas, con pantalones
de lino a veces y la mayoría con sombreros “vueltiaos”.
Algunos ya estaban, otros se fueron y otros regresaron. Los que
ya estaban le regalaron a San Jacinto sus costumbres, su comida, su folclor y
cimentaron sus bases. Los que se fueron dejaron atrás un hermoso legado,
recuerdos quizá inolvidables… y muy seguramente las ganas de volver a
encontrar el pueblo como lo dejaron; quizá ahora hablen de la “difunta” o del “difunto”.
Los que regresaron ayudaron a cimentar el pueblo, con nuevas ideas que
afloraron en la distancia y de nuevo abrazaron a sus seres queridos.
El día y la noche estaban separados como nunca antes, dado
que la electricidad llegó después de un tiempo de fantasmas que salían de la
oscuridad con sábanas blancas, ahuyentando las ganas de mirar por la ventana;
solo para disfrazar los encuentros efímeros con sus amantes de este mundo.
En ese entonces no existía siquiera el televisor, por lo
cual las familias se entretenían hablando entre ellas, esperando a que llegara con
la tarde el hombre de la casa con el fruto del día y el respectivo de la temporada.
Cuentan los abuelos que la comida siempre estaba en la mesa, aunque algunos la consiguieran con
más dificultad que otros, y aunque a diferencia de hoy, nuestros padres compartieran
el alimento con diez y hasta doce hermanos.
Así que quizá muchos piensen que todo tiempo pasado fue
mejor (algunos contarán lo contrario), pero
sin duda es reconfortante sentarse con los abuelos y escuchar su historia. Saber
que detrás de las arrugas y los achaques; detrás de la persona que se baña y se
viste para sentarse en la terraza; detrás de la curva de sus espaldas y de los
ojos que ya casi no ven, se encuentra una parte importante de lo que somos hoy
día; una parte que a veces se nos olvida apreciar.